Hace unos días volvía a hablar con alguien sobre el origen de mi afición por las palabras. Casi siempre uso el mismo argumento: " es que soy hija de Filólogo..." y hay respuestas que van desde "de casta le viene al galgo" hasta "eso no tiene que ser una premisa". Pero en este caso lo es.
No recuerdo tanto a mi padre escribir como leer. Leía hasta cuatro libros a la vez y siempre me pregunté cómo habría cultivado la habilidad de salir de una historia y entrar en otra con aquella facilidad: un libro para la mesilla de noche, otro para el cuarto de baño, otro para el sofá de la tele, para la mesa del despacho,...
Le recuerdo, yo adolescente, agobiado por tener que corregir exámenes de la Facultad, y ofrecerme voluntariamente para echarle una mano. Me miraba con recelo y tardaba en contestar, pues sabía que era capaz, pero su ética profesional no le permitía ceder a mi ofrecimiento.
También recuerdo, desde muy chica, colaborar en casa con pequeñas tareas entre las que siempre se me asignaba la limpieza de su escritorio. "Esto límpialo tu, que entiendes mi orden"...y era un rato de adentrarme en un mundo de fichas, folios, apuntes, exámenes, libros,...Fascinante. Todo lo trataba con sumo cuidado y delicadeza, pues cada uno de aquellos objetos se elevaba a la categoría de tesoro. Fui una privilegiada.
Estanterías de madera hechas a mano forraban las paredes de mi casa. Repletas de historias, de vidas, de sueños,... Limpiar el polvo de aquellos libros era una dulce tortura y con seis o siete años ya me sonaban Gabriel García Márquez, Camilo José Cela, Federico García Lorca, Miguel de Cervantes, Franz Kafka, Umberto Eco,...Sus nombres me sonaban al tiempo que aprendía a leer...¿Cómo no me iba a influir todo aquello?
En alguna ocasión mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí a la Facultad. Algún sábado en que iba a terminar trabajo pendiente nos dejaba, como si fuera un parque temático, en la Biblioteca de Magisterio. Yo debía tener unos siete u ocho años, pero era entrar en aquel templo y dejarme embriagar de su silencio, porque había que escuchar a los libros que me gritaban desde su posición. Muchos no los entendía, pero no había mejor pasatiempo que leer sus títulos e intentar comprender sus argumentos...En una ocasión concreta recuerdo llevarnos uno de los ejemplares bajo el abrigo. Al confesarlo, en el viaje de vuelta, mi padre nos reprendió porque no había necesidad de aquello. Sin embargo, su enfado era confuso...creo que en el fondo, él sabía que si un niño robaba un libro había que sentirse orgulloso.
Nos fuimos a casa con aquél trofeo de tapas duras y amarillas que leímos y releímos una y otra vez. Un niño que se iba de vacaciones formó parte de nuestra vida muchas veces. Me sorprende haberlo perdido.
No estoy segura de si estas visitas a la gran biblioteca se repitieron más de una vez...ni siquiera de si todo fue tal y como cuento, pero sí es tal y como lo recuerdo.
A día de hoy papá ya no está. Hace más de veinte años de su ausencia pues, por gracietas del destino, no pudimos verle envejecer. Como los grandes mitos...Muchas veces me pregunto si no buscaría en los libros formas de escapar, de evadirse de la realidad pero eran, sin duda, su otra vida.
Yo hoy cuento casi con la edad que él tenía al "marchar" y no he sido capaz de leer ni una tercera parte de lo que él leyó. Siempre añoraré tener esa habilidad. Sin embargo, ese amor por las palabras fraguó en mí de tal manera que se convirtió en algo que me define. Me siento una extensión de mi padre. Y sé que lo soy.