Pasaba todos los días a leerle una historia.
Su abuela había quedado ciega por la diabetes y habían llegado a un acuerdo: una historia por otra.
Le leía novelas de amor, de aventuras, de misterio, de terror,...Le leía el periódico, pues prefería escuchar las noticias en su voz que en los noticiarios. Y su abuela, como pago, le relataba sus propios cuentos.
Le contaba sucesos de su vida, de la vida de otros, o frutos de su imaginación. Era una oradora espléndida.
Recordaba cómo, cuando era niña, prefería quedarse en casa ayudándola a cocinar o lavar, sólo para que le regalase historias. Entre el aroma de los guisos, el chasquido de los fritos o la espuma blanca de una pastilla de jabón, su abuela siempre le proporcionaba un cuento.
En su adolescencia decidió escribir todas aquellas historias. Todas eran diferentes. Y comprendió que las que no hubiera inmortalizado ya, no podrían recuperarse. Cuadernos y cuadernos se llenaban de palabras, recogiendo y transcribiendo los sonidos que emitía aquella boca surcada de arrugas y experiencias.
Siempre deseó ser escritora. Consideraba que su imaginación estaba atrofiada, así que su abuela se convirtió en su musa y su complemento perfecto.
Salía de trabajar e iba corriendo a verla para efectuar el trueque y fue así como acumuló historias que le proporcionaron una larga vida literaria.
Para cuando su amada abuela partió, tenía material e ideas infinitas. Nunca le daría tiempo a publicarlas todas...
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