Una mañana me crucé con ella.
Iba elegantemente vestida, con su falda de traje sastre y su camisa abotonada. Perfectamente conjuntados los colores.
En los pies llevaba enfundadas unas deportivas blancas, flamantes, como recién compradas.
En realidad tenían algo más de un año, pero las trataba con tanto cuidado, que parecía levitar a cada paso.
Alguien que la conocía le preguntó de dónde las había sacado y le contó que eran un regalo de sus hijos.
Cada día les llama y, muchas veces, no le cogen el teléfono. Se sabe algo "pesadilla", pero se siente reconfortada al oír sus voces.
Apenas vienen a visitarla y entiende que los nietos prefieran otros pasatiempos, así que no se los reprocha.
El médico le ha aconsejado caminar y sus hijos, siempre en todo, le han regalado esas zapatillas que la llevan a todas partes. Va a la iglesia, a hacer la compra, al centro de salud,...incluso alguna vez se presenta a ver a los suyos después de horas andando y sin avisar. Montada en su nuevo medio de transporte, consigue verles aunque sea con caras largas. Un saludo rápido con un "nada, que estaba de paso pero ya sigo", le sirven para calmar su apego y le hacen más dulce el camino de vuelta.
La observo alejarse, ligera, con su pelo impoluto y su ropa de señora elegante. Cualquiera reiría el contraste de su aspecto, pero se enternece el alma al saber que, en sus pies, lleva conectado el vínculo con los suyos.