sábado, 11 de noviembre de 2017

LA OFRENDA.

Fue con los suyos a pasear en domingo.

Creyó que se sentaría bajo la sombra de los árboles, pero no fue así.

Cuando llegaron al monte no podía creer lo que se presentaba ante sus ojos. Echó a andar, incrédula, y se separó del coche y su familia, sin saber muy bien qué dirigía sus pasos y hacia dónde.

Se sentó en el suelo, manchando su ropa de negro carbón y ceniza mientras observaba, aterrorizada, con sus ojos de niña.

Sólo había negrura...Sólo olía a negrura...

Escondió el rostro entre sus manos y comenzó a llorar desconsolada. No sabe cuánto tiempo lloró, pero un océano salado brotó de sus ventanas al mundo. No podía parar y no sabía que llevara dentro tanta agua de pena. Pero así era.

Cuando apartó las manos empapadas y abrió los ojos, el paisaje brutalmente asesinado sobre el que se había acomodado era ahora un vergel sin parangón.

Los árboles habían retoñado y podía oler flores nunca vistas en aquél paraje.

Pequeños animales correteaban en un lugar tan virgen que, probablemente, fuera ella la primera persona en pisarlo.

Pellizcó sus brazos queriendo parar el sueño burlón. No despertaba...

Pensó que había muerto de amargura y estaba ahora en el paraíso. Trató de volver por el sendero negro que la había llevado hasta allí, pero tampoco existía ya.

Era otra persona, en otro lugar, con un alma distinta...Entendió que sus lágrimas habían obrado el milagro alimentando aquél suelo yermo sediento de amor y arrepentimiento. Justo lo que emanaba su mar de llanto.

Pachamama había recibido su ofrenda y ahora, clemente y agradecida, con todo su amor infinito, la correspondía.



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